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  • Triunfo mesiánico de la éti...
    Paic, Zarko

    Cuestiones de Filosofía, 04/2021, Letnik: 7, Številka: 28
    Journal Article

    Hoy en día sólo existen tres ideas filosóficas de “ética magna”: 1) La idea de Aristóteles de una justicia distributiva en una comunidad (polis) determinada por las limitaciones “naturales” y la reducibilidad étnica de los ciudadanos con la virtud fundamental de la prudencia (phronesis). 2) La idea de Kant de una ley moral establecida por la acción de un sujeto autónomo dentro un imperativo categórico dentro del mundo concebido como cosmópolis. 3) La idea de Lévinas de la compasión con el sufrimiento de los Otros en un encuentro directo, más allá de la “naturaleza” y la “cultura”, como acontecimiento de la sacralidad de la vida. La experiencia griega y moderna siempre ha supuesto la existencia de una comunidad política. Para los griegos se trata de un mundo-ciudad-Estado restringuido (polis). Para la época moderna se trata de un orden político estatal, con una idea reguladora del orden mundial basado en principios espirituales. En ambos casos, originalmente griego y moderno, la ética tiene su hogar, lugar, su topología; tiene su “mundo”. En el caso de la época moderna, tras la experiencia del infernal mal del Holocausto y el “fin de la teodicea”, la idea de tierra natal, de hogar, de morada del hombre, ya no existe o está destruida. Ni la ciudad-Estado ni el Estado-nación son ya las moradas del hombre moderno. Él es un vagabundo y un nómada, un exiliado y un apátrida en un mundo convertido en una red de estructuras y funciones. El hombre no es solo un nómada planetario en la era de la tecnociencia, sino que sin una patria se convierte, como en la leyenda tibetana que menciona Cioran, en un campamento en el desierto. La ética del Otro de Lévinas señala la búsqueda de la morada del hombre al final de su trágico drama histórico de vagabundeo y del “sufrimiento inútil” de los pueblos y de los individuos. Tal búsqueda es la fuente de esta ética metafísica de la sacralidad de la vida del Otro. Es terrible, y de ahí que en su desamparo se exalte como un mal absoluto. Frente a ella, la sacralidad de la vida parece ser el último misterio de ese encuentro con el rostro del Otro que cambia radicalmente toda la historia habida hasta ahora. La ética sin mundo requiere necesariamente del insólito acontecimiento de la creación del mundo, cuando todo es solamente esta o aquella violencia en nombre de la libertad, la igualdad y la justicia.