Pensar el problema de las violencias sexuales en sus variadas formas de presentación, tanto dentro del supuesto espacio protector de las familias como fuera de este, nos remite a enfocar la carga de sufrimiento insoportable y la devastación emocional que estas pueden producir. En el caso de las mujeres, la transversalidad del fenómeno de la violencia a nivel social y político, que atraviesa categorías como la edad, la clase social, la ubicación geográfica, la etnia de pertenencia, la religión a la que se adscriba, etc., ha sido el factor desencadenante de sucesivas movilizaciones masivas que han generado la llamada cuarta ola del feminismo (Fernández, 2021; Varela, 2019). Se trata de la vivencia de alerta femenina compartida entre las mujeres, temor constante que tiene consecuencias en distintas esferas, permitiendo incluir la violencia sexual como forma de control social y de fragilización subjetiva (Fridman, 2005, citada en Fridman, 2019). Es así como el fenómeno de la violencia sexual nos lleva a enfocar el papel fundamental de la operación de devaluación e invisibilización que realiza la cultura sobre grupos minorizados: "Para que la violencia, el golpe, la violación, el acoso, el ataque incestuoso existan, es necesario que una sociedad haya, previamente, inferiorizado, discriminado, fragilizado al grupo social -las mujeres, los niños, los ancianos, etc.- que es objeto de violencia. Desde los discursos emanados por la salud pública, se lo posiciona como una problemática a nivel mundial, constituyéndose como un fenómeno de alta complejidad y gravedad, tanto a nivel individual como familiar y social.